LECTURA 6
- Liz Hernandez Ortega
- 15 mar 2019
- 2 Min. de lectura
LA MUJER TIGRE
Ha olido cómo me acercaba y se ha dado la vuelta. Intento hacerle ver que no estoy interesado
en ella, pero siempre he sido un alcornoque fingiendo. Ella se lame las muñecas y los antebrazos.
Me vigila con recelo. Se incorpora de pronto, de un golpe de omóplatos, y se pasea en
círculos alrededor de mí. Quisiera aprovechar sus movimientos para hacerle una foto o escribir
unas líneas, cualquier cosa que me vuelva útil en esta escena. Enseguida se aburre de asediarme
y da unos cuantos pasos en dirección al borde. Se me va de la página. Es inquieta.
No hay nada más espléndido que las manchas color albaricoque de su cuello, que se estira y
se pliega cuando atisba los flancos. Hace tiempo que la estudio y, de momento, lo único que
he conseguido averiguar es que duerme por la tarde, se pierde por las noches y se asoma de
este lado sólo al mediodía, cuando el sol le acentúa las franjas del lomo y enciende sus pupilas
piedra pómez. Desde el día en que la encontré, distraída, clavándose un colmillo en el labio
con delicadeza, no he dejado de imaginar la cacería. ¿Quién cazaría a quién? Desde luego su
boca promete el vértigo, la sangre, el rito de la muerte ágil. Mi arma es esta pluma: suficiente
al menos, para sucumbir con dignidad. Ese temblor del costado, de las rayas de su vientre al
respirar, me salpica la vista, me obsesiona. Su dulce rugir de pequeña catarata me persigue
cuando sueño. Al despertar, en cambio, sueño con perseguirlo.
Ella tiene demasiado olfato como para dejarse sorprender en una página. Haría falta una novela,
quizá varias, para poder albergar la esperanza de que bajase la guardia por un instante,
en mitad de algún párrafo. Pero para hacer eso necesitaría estudiarla durante años. Al fin y al
cabo, todo consiste en engañar al tigre.
El hambre, algunas veces, la obliga a acercarse con encantador disimulo y relamerse. Si todavía
no me ha atacado es porque, de momento, le agrada esto que escribo, o al menos le hace
gracia a su coquetería. Por mi parte, estoy dispuesto al sacrificio: la supervivencia es tan mediocre...
Sé bien que le importo poco, que para ella soy, básicamente, un curioso trozo de carne.
Aunque también sé que, si transcurre un par de días sin que nos veamos, ella busca cualquier
pretexto para regresar y rondar mi cuento. Incluso a veces me hace el honor y decide afilarse
las uñas delante de mis ojos, frotándolas contra un árbol con una lentitud exquisita. Otras veces
he notado cómo se demoraba al marcharse, mientras dibujaba hipnóticas ondas con su cola
manchada. Y aún más. Estoy seguro de que en su guarida de fiera inconmovible, en las noches
de luna clara, se siente sola. Y de que a veces, también, hace un esfuerzo y me recuerda.
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